Reseña del libro "La Casa de Dostoievsky"
Un joven escritor, el Poeta, apura la vida entre tragos y amoríos en el Santiago de Chile de la posguerra. Enamorado de Teresa, marcha tras ella al París de los años sesenta, donde ambos se entregan a una pasión clandestina en continuo peligro de ser descubiertos. Más tarde se trasladará a Cuba, donde vivirá intensos momentos políticos de la revolución, para volver definitivamente a su país, a punto de caer bajo la dictadura de Pinochet. La Casa de Dostoievsky es un texto generacional sobre quienes, desde el compromiso, evolucionaron y pagaron el precio de esta evolución liberadora, siempre mal vista por los pretendidos dueños del pensamiento políticamente correcto. Un homenaje a la poesía y a la creación artística. Una gran novela de Jorge Edwards que, con su magistral estilo y su absoluta madurez como escritor, revela las claves literarias de este autor esencial. «El altillo consistía en una habitación de unos doce metros cuadrados, con un techo que bajaba desde el muro principal y llegaba hasta una ventana estrecha que daba a la calle, de manera que sólo se podía estar de pie en el sector de la entrada, ocupado en gran parte por un camastro en eterno desorden, y para acercarse a la ventana y mirar lo que sucedía en la rue des Carmes era necesario ponerse de rodillas o caminar a gatas. En la habitación había una silla de palo donde se amontonaba la totalidad del ajuar del Poeta, un par de botellas de vino y algunos vasos detrás de la cama, unos sucios y otros limpios, además de libros y cuadernos dispersos en los sectores donde el techo en descenso impedía caminaren forma normal. Nos imaginamos a la perfección la primera impresión que tuvo Teresita al entrar a ese recinto, el primer sobresalto, el asombro mezclado con la tristeza. Entendemos que se propuso sacar de ahí al Poeta más temprano que tarde, pero que guardó un silencio discreto, para no herirlo, para no estropear la intimidad de los encuentros iniciales. Porque estaban en París, al fin y al cabo, y los amores en ese camastro, que compensaban y en alguna forma desmentían años ya un poco largos de distancia física, de aparente imposibilidad, amores fogosos, enrevesados, desinhibidos, con el rectángulo de una ventana sobre los techos vecinos de la Montaña de Santa Genoveva, eran, a pesar del modesto escenario, absolutamente superiores, placer en estado puro, magia carnal (¿y espiritual?) incomparable.»